Por la familia en la que nací, se habría esperado llamarme María, Águeda, Lucía, Carmen, Rosa o Catalina, pero me llamo Sara.
Soy una catalana charnega, hija de inmigrantes del sur español, de padre murciano y de madre extremeña, aunque creciese bilingüe o trilingüe, porque aprendí a cambiar de lengua según las personas o las situaciones. Tengo el don de saber hablar la misma lengua en diferentes códigos: desde la versión de los jornaleros de las plantaciones de claveles a la versión “tertulia” del Ateneo de Madrid.
Pero me llamo Sara, cuando no tenía que llamarme así. Y seguramente ese nombre diferente me hizo muy distinta a algunos miembros de mi familia. Sara viene del hebreo y significa princesa, una persona digna, noble, guía. Difícil en una familia pobre ser princesa, pero sí pienso que he sido digna de mí: una persona noble, y líder.
Quizás he sido líder por saber hablar las “diferentes” lenguas dentro de mí misma, y de ahí que sepa escuchar, lo que me ha convertido en una persona de confianza, a quien fácilmente se explican secretos, inquietudes y se pide opinión para resolver problemas.
Además, he sido la mayor de dos hermanos y de las primas mayores de una veintena de primos, y eso me convirtió en una niña-madre, desarrollando naturalmente en mí habilidades para seducir y cuidar, siendo persona de referencia para muchos, incluso de gente muy mayor.
Me llamo Sara Carmona Benito. Soy una barcelonesa charnega de 50 años, madre sola, viajera y amante del Mundo, socióloga y profesora de universidad. Tengo un cáncer de ovario que me cuestiona el sentido de mi vida y lo que me queda de esta. Para mí esta enfermedad es una experiencia positiva, enriquecedora que quisiera compartir con el fin que podáis entender las vidas que tienen cáncer desde una mirada humana que pueda ofreceros entendimiento y paz.
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Por otro lado, Sara la Negra es la patrona para algunos gitanos y de las personas refugiadas, los nómadas eternos; y como mi primer apellido es Carmona, estoy siempre expuesta a las etiquetas de “charnega” y “gitana”, lo que prejuiciosamente/socialmente se asocia a ser pobre, deshonesta, ladrona, de los márgenes…
Ser Sara —por muy diferente que seamos mi nombre y yo—, conlleva acarrear con antepasados no conocidos, olvidados o silenciados y, quién sabrá por qué, porque la historia humana se repite demasiado. He averiguado que el apellido Carmona tiene un origen judío, y si en un momento determinado los gitanos lo adoptaron es porque usaban los apellidos de sus amos en épocas de terratenientes. Mi segundo apellido, Benito, parece que también tiene otro origen judío. Y me llaman Sara, personaje del Antiguo Testamento. Sara, la esposa de Abraham y madre de Isaac, personaje clave en mi cultura judeo-cristiana y una mujer modélica del sistema patriarcal.
Ser Sara Carmona Benito me ha permitido conocer el desarraigo de los nómadas y las lealtades invisibles a los orígenes. Nunca he sentido pertenecer a un lugar, y no soy apegada a la familia; pero sí anhelo mi familia perfecta, la justicia, y me siento bien en esa correlación libre que vivo con todos, sin importarme dónde estemos: sin saber cómo, sé que estoy hecha de esa sangre que me pide aceptación.
De niña, me escuché a mí misma diciéndome que no quería nacer y morir en el mismo sitio, y que no quería ser ama de casa. Mis ancestros son nómadas, por tanto, considero todo el planeta mi casa, y necesito de vez en cuando ir a cada rinconcito de esa casa porque me gusta verla y cuidarla. Me dan placer tanto el invierno como el verano, el paisaje desierto como la nieve o los tonos verdes; las palmeras, los arces, los cerezos, las higueras y los olivos, todos me reconfortan. Me siento bien aquí y allá. No quería ser ama de casa, y no lo he sido de profesión, pero la marca patriarcal me ha hecho limpiar y cuidar de muchas casas.
He viajado por todo el mundo. ¿Cómo ha pasado? Ni yo misma lo sé. Hasta los dieciocho años no salí ni de casa: mis padres no hacían ni excursiones ni viajes y, cuando en el colegio se organizaba alguna salida, no había dinero para pagarla. Sólo conocía los mundos de mi casa, la casa de los abuelos, la casa de los tíos, las casas que mi padre construía como albañil… Algunos fines de semana o en vacaciones me llevaba a esas casas bonitas para que yo las viese.
El verano de mis dieciocho años era una joven risueña y soñadora, y me fui con mi amiga Encarnita a Francia. Pasé el verano trabajando en una planta de reciclaje, y mi mundo se abrió a otros mundos. Ya entonces soñaba que sería reportera de guerra. Quería conocer el planeta. Y no sólo eso, sino ir donde no se podía ir; quizás porque anteriormente yo no podía ir a ningún lugar.
He sido una privilegiada, o una nómada. A Francia volví varias veces; luego he tenido el placer de vivir en Suiza, Marruecos, Siria, Palestina, Jordania, Filipinas, Estados Unidos, Canadá, y un poquito en la India y otro poquito en Guatemala. Nunca fui de vacaciones ni de turismo. Para todos los países tuve que pedir permiso de residencia, lo que me convertía en inmigrante: a veces admirada porque era madre sola con un niño de la mano, y otras despreciada porque me veían como otra más que venía a una tierra tan apropiada que cuesta compartir. Soy afortunada de conocer este planeta desde sus entrañas, de haber aprendido a comunicarme en seis lenguas y media, y de haber sentido el ahogo de las ciudades y la necesidad de ir a ver árboles, abrazarlos y dejarme cobijar por ellos.
En todos esos lugares conocí a otros inmigrantes que me hablaron de sus países, de esos lugares mágicos y los más bellos del mundo. Y con todos soñé que un día los iríamos a visitar para no olvidarnos de compartir, de pensarnos, de no dejarnos solos; y de, por fin, sabernos bienvenidos, porque el viajero trae otra visión y abre recuerdos en el corazón.
Siendo Sara Carmona Benito, creciendo en una familia fácil para la pelea, me refugié en la escuela. Su conocimiento y su apertura me trasportaban a soñar ese mundo ideal que no estaba dentro de mi casa. Fui una “buena estudiante”, silenciosa, sumisa, aplicada, hija de madre analfabeta y de padre que sabía leer y un poco escribir. Siguiendo el refugio escolar que asombraba y fascinaba llegué a la universidad, con beca de estudios.
La escuela fue una liberación y una opresión a la vez, porque, aunque me gustaba aprender, yo necesitaba aislarme para poder crear un ambiente de estudio que no existía en mi núcleo familiar/a mi alrededor. Y cuando entré en la universidad, yo no me sentía parte de esa élite: sencillamente no pertenecía a ella y no estaba segura de mí. El mundo de las ideas abstractas y de la epistemología era excesivamente elevado para mí, y los profesores me evaluaban y yo me autoevaluaba y me sentía inferior y tonta.
En el otoño de mis dieciocho tuve mi primera depresión por no adaptarme a la universidad, y por atacarme yo misma con lo que más me importaba, ser inteligente y aprender. Tampoco me hice reportera de guerra, porque ese primer otoño en la universidad perdí mi pasión. Estudié un poco de Periodismo y más tarde Sociología, así que me desarrollé como socióloga, como una socióloga especial. Suerte que es un campo de la ciencia que acepta mucha innovación. Porque me gustó la sociología de la vida cotidiana, la observación, la entrevista en profundidad, las imágenes, el juego entre el arte y la ciencia, la diversidad de expresiones… y a veces a la Academia le cuesta entender cómo el conocimiento se convierte en ciencia.
Me llamo Sara Carmona Benito. Soy una barcelonesa charnega de 50 años, madre sola, viajera y amante del Mundo, socióloga y profesora de universidad. Tengo un cáncer de ovario que me cuestiona el sentido de mi vida y lo que me queda de esta. Para mí esta enfermedad es una experiencia positiva, enriquecedora que quisiera compartir con el fin que podáis entender las vidas que tienen cáncer desde una mirada humana que pueda ofreceros entendimiento y paz.
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Ahora soy profesora de universidad, de la Universidad de Barcelona, un personaje de reputación alta, con voz y credibilidad. Tampoco sé por qué estoy aquí. ¿El camino de la vida me llevó a ella o yo tomé ese camino en la vida y lo caminé? Un poco de todo, seguramente.
Antes de llegar ahí pasé por diferentes apeaderos laborales: empecé a los diecisiete años revisando facturas, seguí en una residencia de abuelas asistiéndolas; luego fui cajera de banco, administrativa de hospital, recepcionista de escuela, azafata de eventos, cocinera, limpiadora, monitora de comedor, cooperante, profesora de español, y alguna cosa más. Todo me aportó, y quizás por eso ahora soy una profesora sensible que cree en la importancia de querer aprender, saber y comprender. Cada vez soy más consciente de todo lo que me queda por aprender y de lo apasionante que es sentir la infinidad.
Quizás sólo me queda decir que Sara es muy femenina. Tiene unas formas delicadas, una voz suave, ha sido adiestrada para ser mujer en el clasista sistema patriarcal. Y esta mujer ha sido abusada por su sexo y usando su sexo: en la familia, en la escuela, en el trabajo y en sus relaciones íntimas con hombres.
A pesar de que Sara haya soñado ser una mujer liberada, ha sido una mujer libre y esclava, profesora de universidad y mujer de la limpieza. Quería ser madre loba, de esas que juegan, y ha sido madre gallina, de las que sobre todo protegen. Fue una niña-madre-adulta, luego madre sola, y a los cincuenta años un cáncer de útero le dice:
“¡Sara, ya has parido un corazón, cuídalo! Es el corazón de la tierra. Adam, tu hijo, es el barro, el primero, el origen… Un cáncer no es más que una forma de reconciliación que pide abrazos de ternura.
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