Por la familia en la que nací se habría esperado llamarme María, Águeda, Lucía, Carmen, Rosa o Catalina, pero me llamo Sara.
Soy una catalana charnega, hija de inmigrantes del sur, de padre murciano y de madre extremeña, aunque creciese bilingüe o trilingüe, porque aprendí a cambiar de lengua según las personas o las situaciones, y tengo el don de saber hablar la misma lengua desde la versión de jornaleros de la Seat a la versión círculo de tertulia del ateneo de Madrid.
Pero me llamo Sara, cuándo no tenía que llamarme así, y seguramente ese nombre diferente me hizo muy distinta a algunos miembros de mi familia. Sara, viene del hebreo y significa princesa, una persona digna, noble y líder. Difícil, en una familia pobre ser princesa, pero sí pienso que he sido digna de mí, noble y líder.
Quizás he sido líder por saber hablar las “diferentes” lenguas dentro de una misma, y de ahí que sepa escuchar y eso me ha convertido en una persona de confianza a quien fácilmente se explican secretos, inquietudes y se pide opinión para resolver problemas.
Además, he sido la mayor de dos hermanos y de las mayores de 20 primos, y eso me convirtió en una niña-madre, desarrollando en mi habilidades para seducir y cuidar que me impregnaron de forma muy natural, siendo persona de referencia para muchos, incluso de gente muy mayor.